Al final de cada tormenta creativa solía caer enfermo. En ocasiones,
como todas las grandes mentes, se olvidaba de comer y de dormir, y tras su
enorme esfuerzo completando la relatividad general, Einstein pasó varios años
afectado por pequeños colapsos del organismo, ictericias, hepatopatías, cálculos
biliares o úlceras, en ocasiones incluso pasando varios días seguidos en la
cama. En noviembre de 1915 Albert Einstein presentó por fin las ecuaciones
definitivas de la relatividad general, cambiando totalmente la concepción y la
perspectiva que hoy tenemos del mundo. No olvidemos que gracias a las nuevas
ecuaciones quedaban resueltos todos los problemas que presentaban las
ecuaciones de Newton, como la oscilación en el afelio de mercurio. Sin embargo
Einstein no creó unas ecuaciones que expliquen el origen de la gravedad, a día
de hoy sigue siendo un misterio. Por abstracto y surrealista que parezca, las
ecuaciones de la relatividad general describen con total precisión cómo la
presencia de masa deforma el espacio-tiempo, curvándolo y retorciéndolo, y cómo
el movimiento de la materia se ve afectado por esta deformación. Explica
también la electrodinámica de cuerpos en movimiento y cómo tanto el tamaño de
los objetos como el tiempo son totalmente subjetivos, dependiendo únicamente
del observador, y establece la relación directa entre masa y energía. El
aparato matemático necesario para tal empresa es tan impresionante y extenso
que Einstein se vio obligado a solicitar ayuda, y no fueron pocos los que le
ayudaron, ni pocos fueron tampoco los que prepararon el escenario años e
incluso décadas atrás.
El concepto de
relatividad no es original de Einstein, ya hablaban de ello a finales del siglo
XIX dos de los físico-matemáticos más importantes de la historia, Hendrik
Antoon Lorentz y Henri Poincaré, que a partir de las ecuaciones de Maxwell y
del famoso experimento de Michelson-Morley, que explicaré a continuación,
dedujeron que las ecuaciones de transformación de Galileo para sistemas en
movimiento uniforme debían ser revisadas. En 1873, el físico teórico de origen escocés
James Clerk Maxwell, posiblemente el más importante de todos los tiempos
incluyendo a Newton, Planck y al mismo Einstein, que lo admiraba con total
devoción desde su niñez, consiguió unificar de forma magistral y con una
belleza sublime, todas las ecuaciones que explicaban los fenómenos eléctricos y
magnéticos, creando así la teoría electromagnética moderna. Gracias a ello pudo
deducir y obtener matemáticamente la velocidad de la luz como una constante
universal con una precisión muy alta: 310.740 km/s, y además determinarla como
una onda electromagnética cuya velocidad no podría superarse. De esta forma
quedaban explicados los fenómenos de por qué un campo eléctrico es capaz de
generar magnetismo y por qué un campo magnético puede crear electricidad; son
en realidad las dos caras de una misma moneda. El problema surge en la propia
esencia de la velocidad, pues cuando hablamos de ella siempre es con referencia
a algo, entonces... ¿con respecto a qué se mueve la luz a esa velocidad? Por
desgracia este descubrimiento respondía a un modelo mecánico del universo que
no le gustaba nada a Maxwell, la existencia de un éter que llenaría todo el
universo entero de forma uniforme y con una rigidez tal que permitiría la
transmisión y propagación de la luz a través del mismo como si fueran ondas en
un estanque. Teoría romántica y teológica donde las haya, la del éter inspiró
la creación del experimento que lo cambió todo, aunque como veremos ahora, fue
de una forma indirecta y fortuita. Se puede decir que es el fracaso más
importante de la historia de la física.
El experimento
ingeniado por Albert Abraham Michelson (Nobel de física en 1907) y Edward
Morley en 1887, estaba pensado para demostrar la existencia del éter de una vez
por todas. Consistía en un aparato en forma de cruz, llamado interferómetro,
dispuesto de forma que uno de los brazos iría paralelo al movimiento de la
tierra y el otro perpendicular. Al emitir un haz de luz desde uno de los
extremos del brazo paralelo al movimiento a un cristal central 50% reflectante
y 50% transparente colocado en diagonal de forma muy precisa, éste se dividiría
en dos para rebotar en dos espejos colocados en el final de los otros extremos
para volver a unirse en el cristal central y finalizar su recorrido en un
detector. Si el éter existía, el haz de luz que recorría el brazo paralelo al
movimiento de la tierra debería verse afectado por dicho movimiento, y llegaría
más tarde al detector generando la señal correspondiente. No olvidemos que en
esta época seguían prevaleciendo ambas teorías sobre la luz: la corpuscular de
Newton y la ondulatoria de Hyugens. Cientos de veces se realizó el experimento
con instrumentación cada vez más precisa y siempre se obtenía el mismo
resultado, la velocidad de la luz era constante se midiese como se midiese
independientemente de la posición u orientación del interferómetro. La
existencia del éter no quedaba demostrada. Este «fracaso» supuso la postulación
de nuevas teorías como la que propuso el físico Georg Francis Fitzgeral, que
decía que el brazo que seguía el movimiento paralelo a la tierra se contraía lo
suficiente como para hacer llegar los dos rayos de luz simultáneamente al
detector. Los demás científicos de la época se burlaron de esta idea, pues
parecía totalmente ridícula y absurda, pero cuando el gran Hendrik Lorentz
llegó a la misma conclusión a través de una simple geometría pitagórica ya
nadie decía nada. Lorentz dedujo junto a Fitzgerald en 1900 las
transformaciones de Lorentz-Fitzgerald, que fueron la base para la relatividad
especial, no para establecer el primer postulado de la misma, sino como
necesidad puramente matemática de establecer una invariancia en las ecuaciones
de Maxwell, dado que para velocidades cercanas a la de la luz las de Galileo ya
no servían, y la velocidad de la luz según las ecuaciones de Maxwell es siempre
la misma para todo observador. A partir de aquí el monstruo fue creciendo y
junto a Henri Poincaré establecieron los principios de la relatividad especial.
Ni el tiempo ni el espacio eran absolutos. Aunque estas fórmulas sean la base
de la teoría de la relatividad especial, cabe decir también que Albert
Einstein, aunque las conocía, llegó a la misma conclusión por otro camino
diferente, lo cual lo hace también merecedor del mérito.
Erns Mach (1838-1916)
también tuvo influencia en el desarrollo de las ideas del joven Einstein, pues
en sus libros hablaba del tiempo como algo abstracto y sin importancia,
producto del cerebro humano dado que no se podía tocar.
Si Maxwell fue el
sintetizador de trabajos de científicos tan grandes como
Ampere, Faraday u Oersted, Einstein lo fue de los de su época. Una vez
sintetizada su teoría de relatividad especial en 1905, quedaba añadir la
gravedad. Fue Herman Minkowski en 1907 quien se dio cuenta que la teoría de
relatividad especial recién publicada podía entenderse mejor en un espacio de
geometría no euclídea. Se dedicó entonces a crear el marco matemático que lo
hacía posible, donde el tiempo es tratado como una dimensión espacial más, solo
que esta vez unidireccional. ¿Qué significa esto? para poder entenderlo tenemos
que remontarnos unos 80 años atrás cuando el matemático más grande de todos los
tiempos, Carl Friedrich Gauss, mientras experimentaba con la geometría de
Euclides, se dio cuenta de que unos de sus postulados podría permitir espacios
curvos. Sus resultados fueron tan transgresores que no fue hasta 1854 cuando su
discípulo Georg Riemman estableció las bases de dicha geometría. Einstein sabía
bien que necesitaba desesperadamente comprender estos conceptos para poder
incluir la gravedad en sus teorías, así que acudió a dos colegas que le
versaron en el arte de las matemáticas de tensores y las geometrías no
euclídeas: Georg Alexander Pick y Marcel Grossman respectivamente. La prematura
muerte de Hermann Minkowski, que ya había desarrollado el marco de un espacio
tetradimensional, impulsó y determinó enormemente a su discípulo David Hilbert
a completar la teoría de la relatividad general antes que el propio Einstein.
Se sabe que intercambiaron numerosa correspondencia en forma reservada pero
condescendiente, donde comentaban algunas ideas y enfoques, se sabe también que
ciertas ideas de Hilbert inspiraron y ayudaron a Einstein. Todo esto hizo que
el desarrollo de la teoría de la relatividad general se convirtiera en una
carrera contrarreloj en la que había bastante gente implicada. Einstein
consiguió finalmente completarla antes, y como ya se nombraba a principios del
artículo, la presentó en el mes de noviembre de hace 100 años. Sin embargo no
fue él el primero en resolver las ecuaciones, Karl Schwarschild unos pocos
meses después y también pocos meses antes de morir demostró a través de la
relatividad general la existencia de agujeros negros como singularidad. Sin
embargo tras completar todo su trabajo, Einstein cayó enfermo y se mantuvo unos
pocos años al margen de la comunidad, tratando de recuperarse del enorme
esfuerzo físico, mental y espiritual que una teoría tan extensa y compleja como
ésta le exigió.
Todos los grandes
científicos de la historia han cabalgado a hombros de gigantes, y la historia
detrás del desarrollo de la teoría de la relatividad general esconde muchos de
ellos. No pretendo restar mérito a Einstein, pues el solo hecho de comprender
la teoría en aquella época ya era digno de un premio Nobel. Famosa es la frase
de Edington, el científico que, fascinado por los novedosos conceptos, la dio a
conocer al mundo anglosajón, y que demostró la curvatura del espacio y el
desvío de la luz durante el eclipse de 1919: «Solo hay tres personas en el mundo
capaces de entender la teoría de la relatividad de Einstein. Estoy intentando
pensar quien es la tercera.»
Rubén Blasco – Agrupación Astronómica de
Huesca.
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